Por Emmanuel Rossi
“No sólo una forma específica de gobierno o gobierno de partido hace posible el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y distribución que puede muy bien ser compatible con un ‘pluralismo’ de partidos, periódicos, ‘poderes compensatorios’, etc.”.
H. Marcuse
“Hoy, a menudo escuchamos cómo el conjunto de nociones y prácticas asociadas con términos como woke, políticamente correcto y cultura de la cancelación están retrocediendo gradualmente. Contrariamente a esta opinión, creo que este fenómeno está siendo gradualmente normalizado, ampliamente aceptado incluso por aquellos que íntimamente dudan de él y practicado por la mayoría de instituciones académicas y estatales”.
S. Žižek
Era inevitable el desembarco. ¿Cuánto tiempo puede persistir un simulacro hasta mostrar su verdadera cara? De esta manera, la supuesta transgresión inherente al propio sistema (que viene siendo denunciada desde hace más de 50 años) se ha cristalizado en nuestro tiempo y, claro, la unidimensionalidad se transformó en autoritarismo.
Ya en la década del 60, Herbert Marcuse ponía de relieve una cualidad del Capital: contener y asimilar dentro de sí las lógicas de cambio social.
“Un interés absoluto en la preservación y el mejoramiento del statu quo institucional une a los antiguos antagonistas en las zonas más avanzadas de la sociedad contemporánea”, sostenía el alemán. Luego, Slavoj Žižek, entre otros, advirtió el desarrollo de esta lógica. Con un sistema socioeconómico y cultural más sólido en este sentido, las transgresiones ya no sólo eran contenidas y asimiladas, sino que -además- contribuían a robustecer el orden establecido.
De esta manera, el Capital generó su creación más perfecta: la transgresión útil.
“Si hoy uno sigue una llamada directa a actuar, esa acción no se realizará en un espacio vacío, sino dentro de las coordenadas ideológicas hegemónicas: aquellos que ‘realmente quieren hacer algo para ayudar a la gente’ se involucran en hazañas (indudablemente honorables) como los Médicos sin Frontera, Greenpeace, campañas feministas y antirracistas que, no sólo son toleradas, sino incluso apoyadas por los medios de comunicación -empresas multinacionales y organismos supranacionales, agrego yo-, aun cuando se entrometan aparentemente en el territorio económico (digamos, denunciando y boicoteando compañías que no respetan las condiciones ecológicas o que utilizan mano de obra infantil). Son toleradas y apoyadas con tal de que no se acerquen demasiado a un cierto límite -que nunca rebasarán por su diseño original, vuelvo a añadir-. Este tipo de actividad proporciona el ejemplo perfecto de interpasividad: de hacer cosas no para lograr algo, sino para evitar que algo pase realmente, que algo realmente cambie”, escribió el esloveno hace 20 años en A propósito de Lenin.
En este marco, la contención del cambio social sumó como aliado decisivo a una doctrina de simulación que vino a consolidar el statu quo al mismo tiempo que ofreció una excusa perfecta para quienes necesitan clamar que debe haber un cambio social.
La cultura woke, hijo pródigo del Capital posmoderno, surgió para sintetizar al socio perfecto del libre mercado global, pero al ser una mascarada, pronto mostró sus cartas: el viejo y clásico autoritarismo retornó por ese lado, disfrazado de rebeldía y buenas intenciones, lo que generó un efecto de pinzas en los espacios verdaderamente progresistas, quienes tuvieron que adoptar sin reparo alguno al nuevo relato, so pena de ser considerados conservadores. Se trata del triunfo más acabado y limpio del actual sistema. Nunca, jamás, en la historia, sucedió que el orden establecido corriera por izquierda a quienes dicen ser de izquierda.
Mientras que las grandes corporaciones (políticas, económicas y culturales) propagan las ideas woke (en todas sus variantes) desde arriba, desde abajo la reproducción obedece a la exaltación del yo y la búsqueda de pertenencia. Soy alguien en tanto reproduzco la doxa de una tribu determinada. También la coacción social y la conveniencia son motores relevantes de esta propaganda.
De esta manera, la trampa está a la vista, pero casi nadie se ha animado a denunciarla, a pesar de la cristalización de los escraches, las cancelaciones, la censura sistemática, las intromisiones sectarias en todos los órganos del Estado, los fracasos legislativos y hasta aberraciones trasnochadas y con extrema carga simbólica como la quema de libros, entre tantas otras acciones deleznables. Vaya sorpresa, la transgresión controlada y diseñada a priori se tornó autoritaria. ¿Quién lo hubiera pensado?
Otra vez Žižek volvió a la carga, y a finales del año pasado publicó un artículo titulado “La cancelación de la ética”. Allí sostiene: “La ideología woke ofrece un ejemplo paradigmático del modo en que la permisividad se convierte en prohibición: en un régimen woke, nunca sabemos si uno de nosotros terminará cancelado por algo que ha hecho o dicho (los criterios son dudosos) o por el mero hecho de haber nacido dentro de la categoría prohibida (…). En vez de oponerse a las nuevas formas de barbarie (como proclama), la izquierda woke participa plenamente en ellas, al promover y practicar un discurso indisimuladamente opresivo. Aunque defienda el pluralismo y promueva la diferencia, su lugar de enunciación subjetivo (el lugar desde el cual habla) es despiadadamente autoritario y no tolera que se discutan sus intentos de imponer exclusiones arbitrarias que antes, en una sociedad tolerante y liberal, se hubieran considerado inadmisibles”.
La ideología woke (si es que a eso puede llamarse ideología) es, entonces, la ideología del establishment, cuya narrativa (esencialmente es una narrativa, una narrativa estrictamente dogmática) rechaza de plano los intereses de clase, ya que se afectaría a sí misma. La victoria de esta impronta se encuentra en su capacidad por desactivar toda propuesta de cambio real, estructural, material, abriendo las puertas de un paraíso para burócratas que pueden lucrar (política y económicamente) al mismo tiempo que ufanarse vociferando que son revolucionarios (seguir siendo “Almas Bellas”, diría Žižek en su libro La revolución blanda). El wokismo (que no es otra cosa más que una religión del siglo XXI), heredero de la transgresión controlada, se ha convertido en el máximo logro del capital concentrado, posmoderno y globalista: consolida el orden establecido a la vez que distorsiona la agenda pública, genera un simulacro de liberación y transfiere el trabajo sucio a presuntos otros.
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