Alberto Fernández, el no Presidente: Acercamiento a las claves del fracaso del Frente de Todos y el problema de la agenda
Analizar los errores teóricos y prácticos del ¿actual? Jefe de Estado podría demandarnos meses, quizás años. Sin embargo, intentaremos aquí alcanzar las principales tópicas que llevaron a la pérdida de 6 millones de votos oficialistas entre las PASO de 2019 y las de 2023.
Por Emmanuel Rossi (LaNoticia1.com).
La gestión del Frente de Todos presentó múltiples falencias en prácticamente todos los órdenes, pero el Presidente y su grupo de interés (dirigentes y no dirigentes) cometieron durante estos casi cuatro años 3 desatinos que en política son imperdonables, sobre todo si se perpetran al unísono y están enlazados entre sí: 1) Exacerbación de los graves problemas económicos, 2) ineficacia en la gestión y 3) elección e impulso de una agenda improcedente e irritante a los ojos de las grandes mayorías populares.
El primer punto es palmario, y para muchos es el único factor decisorio de la caída en desgracia de Alberto Fernández y del ya extinto Frente de Todos. Sin embargo, esta visión determinista no alcanza a explicar completamente el actual estado de situación. En este sentido, por poner un ejemplo, para 2017 Mauricio Macri ya había golpeado los bolsillos del sector trabajador y, sin embargo, refrendó su administración en los comicios de medio término. En síntesis: por supuesto que la cuestión económica es de total relevancia a la hora de consolidar un régimen político, pero no es el único elemento que le otorga futuro a un proyecto de gobierno.
La disparada del dólar y la inflación, cuestiones sensibles para el conjunto de los argentinos, fueron durante el mandato de Fernández dos puntos que erosionaron fuertemente su figura.
En paralelo, la ineficacia en la gestión (incapacidad para resolver problemas, incluso simples problemas) golpeó duro en la imagen del Jefe de Estado, constituyéndolo en foco de críticas de propios y extraños, provocando una semblanza caricaturesca de su persona, signada por la incompetencia, los idas y vueltas y la alienación respecto de la realidad social.
Y en cuanto al tercer punto, de carga simbólica (el más olvidado, ¿adrede?), la elección de cierta agenda fue una acción concluyente para la muerte política del mandatario, ya que exterminó el contrato con gran parte de sus propios adeptos (a tal punto que ni siquiera pudo aspirar a presentarse nuevamente como candidato). Cabe destacar que la agenda de un gobierno no es sólo un conjunto de temas, sino también las concepciones teóricas de esos temas, los abordajes metodológicos y los discursos que los revisten. Alberto Fernández (junto a su grupo de interés, nunca nos olvidemos de esto) escogió una agenda de moda entre las elites occidentales del norte, pero alejada de las realidades y las necesidades de las grandes mayorías de los argentinos, y además lo hizo en un contexto muy poco propicio para el margen de error y la improvisación (crisis económica y sanitaria). Los temas elegidos podían ser aceptables a priori, pero la concepción de los mismos, la metodología de abordaje y los relatos que los revistieron no sólo generaron falta de identificación con sus votantes, sino que provocaron hartazgo y rechazo. Mientras desde abajo se reclamaban soluciones por temas concretos (economía, seguridad), o al menos que dichos problemas sean tenidos en cuenta, el orden oficialista respondía desde cierto pedestal, a veces con cierta altanería, sobre debates foráneos, y hasta en otro idioma, un idioma artificioso y presuntamente superior al de su propio pueblo (tratado como un pueblo “no inclusivo”), generando ese desdén propio del moralista estilo “high society”. En este escenario, era factible esperar que múltiples sujetos sociales huérfanos de filiación política migraran rápidamente hacia espacios que plantearan problemáticas comunes, y una lengua común, y un entendimiento al menos medianamente común. Nadie se identifica con preceptos extraños, y menos con preceptos extraños, pedantes y a la vez inútiles (no ha habido demasiadas soluciones para los propios temas de agenda escogidos, por lo que tampoco el oficialismo albertista pudo mostrar resultados plausibles en este sentido, ni siquiera en el orden del simulacro de la propia burbuja ideológica).
En este contexto, también caldeó los ánimos la ausencia de correlación entre el relato oficial y la praxis del funcionariato.
Fernández tuvo un primer aviso fuerte sobre la reacción a sus problemas de agenda en los comicios de 2021, pero no acusó el golpe. Siguió obstinado en sus clichés de socialdemócrata statuquista europeo (como dice S. Žižek, “hoy, la única manera de ser capitalista en general es ser un Demócrata Social” -o socialdemócrata-, a diferencia de lo que muchos quieren hacer creer, desde las elites, de que ellos son “la revolución”). Algunos sectores dirigenciales del Frente de Todos comenzaron a interpretar que debían pegar un volantazo de 180 grados, pero pocos se animaron a llevarlo a cabo en su momento y casi ninguno a manifestarlo públicamente (por temor a ser considerados de derecha -actualmente casi todo es de derecha- y por consiguiente a ser cancelados y vetados). Vale mencionar que un oficialismo con nuevo nombre (e intento de nueva impronta) ha quedado en tercer lugar en las pasadas elecciones PASO, con el 27% de los votos (sumando los de Sergio Massa con los de Juan Grabois), una cifra nada desdeñable si tenemos en cuenta la pesada mochila de incompetencia, negligencia y menosprecio por su pueblo que desde hace casi 4 años consuman Alberto Fernández y sus adalides (que por suerte ya no son tantos). No obstante, su no presidencia no le ha salido gratis a la coalición de gobierno, ya que durante su gestión el oficialismo perdió 6 millones de votos, y se enfrenta en breve a la posibilidad de que se imponga en las Generales de octubre alguien que representa prácticamente todo lo contrario (al menos desde lo narrativo). Es lógico, entonces, lo sucedido, lógico para todos (incluso para sectores del oficialismo en la actualidad, que ensayan una nueva agenda), excepto para Fernández y su grupo de interés, grupo que sigue culpando “a la gente” por votar a Javier Milei, y a la sociedad “que se ha derechizado”. La no aceptación de las responsabilidades políticas es otra de las aristas del desastre generado por la hegemonía de una administración relativista y posmoderna, y de los que han lucrado con el clima de época de estos años a expensas del pan sobre la mesa de los más vulnerables; porque, en definitiva, y aunque digan lo contrario, su agenda “buenista”, “progre” y woke norteamericana siempre fue incompatible con (y antagónica a) la de las mayorías populares, a quienes en el fondo desprecian profundamente.
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